Nick aún recuerda esa tarde. Fue hace un par de años, así que no hay motivos para haberla olvidado tan pronto. Esa noche recitaba en un café cultural de Murcia, invitado por V.L., el maestro de ceremonias del ciclo poético, buen poeta, periodista y camarada en esto de lo literario.

Caía la tarde, como todo cae arrastrado por la gravedad, y Nick corría por calle Platería, en busca de una copistería abierta. Eran días ajetreados. Estaba a punto de empezar a impartir unos talleres literarios en esa ciudad y se había desplazado allí unas horas antes del bolo para atar unos cuantos cabos sueltos.

Nick recorría las callejuelas con prisa, porque lo normal en él era ir con prisas allá donde iba. A esa velocidad, en la que la visión túnel parece el único modo posible de procesar la realidad, casi no se percató, al pasar junto a la librería, de aquel cartel con su cara. Como uno de esos carteles de los terroristas más buscados que hay en las comisarías, o como uno de esos cuadros de «empleado del mes» que Nick nunca ha visto en ninguna parte.

Y sí. Era él. Disimulando la falta de sueño de la noche anterior tras unas gafas de sol y con el río Darro a su espalda. Sobre su cabeza, un montaje con la portada de su último libro de poemas (unos poemas sucios, inacabados, imperfectos, pueriles, nada elegíacos). El cartel decía así:

«Martes literarios en Café Malacaín

presenta

a

Beat Nick y su libro de poesía

«Lírica de batalla»

Martes 25 de septiembre

21:30 Horas»

Y este detalle no le hubiera sorprendido en absoluto, de no ser por el lugar donde estaba colocado. La puerta de esa librería. Ésa, en concreto.

Nick había trabajado allí años antes. Bastantes años antes. Se trataba, de hecho, de su primer trabajo. Sus primeros compañeros de grilletes. Sus primeras diez horas al día por novecientos euros. Los primeros gritos del jefe hacia su persona cuando algo no estaba bien hecho. Sus primeras comidas, a solas, en la cantina de la universidad, de lunes a sábado. Leyendo. A Kerouac. A Miller. A Bolaño. Muy romántico todo, sí. Pero esa rutina era bastante cansada. Recuerda cómo minaba su ánimo pasar el día fuera de casa.

Nick acababa de terminar sus estudios y no podía, ni quería pensar que la vida acabara ahí. Al cabo de unos meses, renunció a ese trabajo. Eran otros tiempos. Hoy habría apechugado con lo que había. Recuerda que no era un mal trabajo, después de todo. Sólo que, en lugar de recuerdos, Nick guarda, de esa época, un cúmulo de emociones contradictorias. Unos huevos fritos emocionales con demasiada puntilla.

Nick seguía contemplando su cara, lamiéndose el ego y suspirando por los nuevos tiempos. Le dio por pensar si el jefe, o si sus antiguos compañeros, habrían reconocido el rostro o el nombre del tipejo aquél que hacía una lectura de sus poemas en el café literario de renombre, cuando advirtió que alguien lo observaba a través del cristal.

Allí estaba T., un antiguo compañero de fatigas, con algo en la mano, un inventario tal vez. Con su habitual chaleco de franela y camisa a cuadros bajo el chaleco. Con sus gafas columpiadas cerca de la punta de la nariz, su bigote estilo falangista y su alopecia pronunciada. De la imagen que guardaba de él y este momento distaban, al menos, ocho años. Pero T. estaba prácticamente igual. Algo más canoso. La curva de la felicidad un poco más hinchada, quizá. Lo observaba por encima de sus gafas. Nick pensó que, tal vez, lo habría reconocido. Levantó una mano, agachó levemente la cabeza y se sacó una sonrisa nada forzada de la manga.

T. lo siguió mirando, serio, hasta que finalmente se dió la vuelta.

Nick se dijo: bah. Se sentía algo avergonzado, sin saber por qué. Siguió andando. Luego, empezó a correr. Y según corría, iba sintiéndose mejor. Mejor así, -se dijo-, mejor así.

A veces, uno deja ciertas vidas atrás. Nick corría como queriendo alejarse de esas vidas.

Aunque sabía que era imposible.

Las tenía pegadas a las suelas de los zapatos.

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